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Pentecostés es uno de los siete días santos que Dios instituyó por una buena razón, ya que cada día santo encierra una riqueza y profundidad que exige y merece meditación de nuestra parte. Pentecostés representa el día cuando Dios envió el Espíritu Santo a su Iglesia, dotando a su pueblo de un poder divino y milagroso. Nosotros necesitamos el Espíritu y los milagros que Dios hace posibles por su intervención, como dijo el doctor Roderick C. Meredith en la revista Living Church News en su edición de enero y febrero del 2010:
“Es muy grande nuestra necesidad de estos dones a fin de producir un verdadero impacto en nuestros hermanos, y especialmente en el mundo, que nos permita concluir la obra de Dios. Por eso les ruego que se unan a mí en el esfuerzo de entregarnos por completo a Dios, y entregarle nuestra vida entera en celosa obediencia y servicio, y clamar por los dones del Espíritu Santo de Dios para su obra, su ministerio y todo su pueblo”.
La meditación correcta sobre el significado de Pentecostés nos ayuda a clamarle a Dios de esa manera. La Biblia nos relata varios ejemplos de observación de Pentecostés. Comparemos dos de ellos para ver lo que podemos aprender. Sus semejanzas y diferencias encierran principios importantes que debemos tener presentes.
Hace unos 3.500 años, estando en el monte Sinaí, Dios escribió los diez mandamientos con su propio dedo. Dada la cronología de los hechos que rodearon la entrega de los mandamientos, la Iglesia siempre ha creído que el suceso tuvo lugar en el día de Pentecostés. De otra manera, tendríamos que pensar que Pentecostés fue, digamos, el día antes o el día después. Si hay alguien que siempre está a tiempo, y siempre está consciente del plan general, ese alguien es Dios. Las fechas de la Pascua y de Panes Sin Levadura están ligadas a hechos de profundo significado, y hay motivos para pensar que Dios tampoco erró en la fecha de Pentecostés.
La Biblia indica muy claramente que ese día de Pentecostés, Dios quiso causar un impacto, no por impresionar, sino para cumplir un propósito.
Por ejemplo, en Éxodo 19:3-8, vemos cómo Dios mantuvo a Moisés con sus instrucciones yendo y viniendo entre Él y el pueblo. ¿Por qué razón? ¿Acaso Dios no oía lo que decía el pueblo?
Una parte de la lección que Dios quería impartir era su modo de actuar. El pasaje nos da información importante no solo en el contenido que comunica, sino en la forma cómo lo comunica. Dios aquí estaba sirviéndose de Moisés: “El Eterno dijo a Moisés: He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre” (v. 9). Dios quiso dejar una gran impresión, para que el pueblo comprendiera que estaba valiéndose de Moisés. Dios escoge a quien desea escoger, y había escogido a Moisés. Para Dios era importante que la gente entendiera y lo tomara muy en serio. Entonces el Eterno dijo a Moisés:
“Ve al pueblo, y santifícalos hoy y mañana; y laven sus vestidos, y estén preparados para el día tercero, porque al tercer día el Eterno descenderá a ojos de todo el pueblo sobre el monte de Sinaí. Y señalarás término al pueblo en derredor, diciendo: Guardaos, no subáis al monte, ni toquéis sus límites; cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá. No lo tocará mano, porque será apedreado o asaeteado; sea animal o sea hombre, no vivirá. Cuando suene largamente la bocina, subirán al monte” (Éxodo 19:10-13).
El Verbo de Dios, por medio de quien todo fue creado, se proponía bajar personalmente a ese monte. Dios vendría y el pueblo tenía la obligación de prepararse. ¿Cómo serían estos tres días para ellos? ¿Podemos imaginarnos la expectación que se iría acumulando?
Finalmente: “Al tercer día, cuando vino la mañana, vinieron truenos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de bocina muy fuerte; y se estremeció todo el pueblo que estaba en el campamento” (v. 16). He buscado paisajes de montañas que me ayuden a visualizar cómo habría sido, y lo más aproximado que encuentro son las erupciones volcánicas fantásticas que lanzan humo y ceniza al cielo, atravesando con relámpagos a causa de la descarga eléctrica. Todo eso puede ocurrir como un fenómeno natural, pero lo que no es un fenómeno natural es el sonido de una trompeta que sale de una nube en la montaña; sonido tan fuerte y penetrante que millones de personas lo oyeron. Eso no es normal, y obviamente quedaron aterrados.
“Moisés sacó del campamento al pueblo para recibir a Dios; y se detuvieron al pie del monte. Todo el monte Sinaí humeaba, porque el Eterno [el Dios de Israel que más tarde se convertiría en Jesucristo] había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía en gran manera” (vs. 17-18). Este monte, que normalmente sería un dechado de estabilidad y solidez, también temblaba, sacudiéndose de un lado a otro con el poder y la fuerza de Aquel que descendía sobre él, un Ser cuyo poder trascendía al de cualquier montaña.
El versículo 19 dice: “El sonido de la bocina iba aumentando en extremo; Moisés hablaba, y Dios le respondía con voz tronante”. Para comenzar, era un sonido que hizo temblar de miedo a la multitud. A medida que el Eterno iba bajando y acercándose al monte.
Imaginemos: La Biblia no dice específicamente qué se dijo, pero vale la pena tratar de visualizar lo que este intercambio pudo ser para los israelitas allí reunidos: Oír a su líder humano dirigiéndose al Dios majestuoso oculto detrás del humo y fuego en el monte que se estremecía entre estallidos del shofar, y luego oír al mismo Dios responder con su propia voz tronante. Hablara lo que se hablara entre Dios y Moisés, lo cierto es que Dios quiso dejar una impresión: El Eterno, tu Creador, está presente. Tuvo que ser un Pentecostés inolvidable.
“Descendió el Eterno sobre el monte Sinaí, sobre la cumbre del monte; y llamó el Eterno a Moisés a la cumbre del monte, y Moisés subió” (Éxodo 19:20). ¡Moisés mostró su valentía! ¿Podemos imaginarnos la impresión que debió dejar en el pueblo cuando, tras recibir instrucciones de no subir y observando todo lo que ocurría, vio que Moisés se atrevió a subir en medio de aquel estruendo en el monte? “El Eterno dijo a Moisés: Desciende, ordena al pueblo que no traspase los límites para ver al Eterno, porque caerá multitud de ellos. Y también que se santifiquen los sacerdotes que se acercan al Eterno, para que el Eterno no haga en ellos estrago. Moisés dijo al Eterno: El pueblo no podrá subir al monte Sinaí, porque tú nos has mandado diciendo: Señala límites al monte, y santifícalo” (vs. 21-23). Dios estaba dejando algo muy en claro: Aunque quisieran subir, no pueden acercarse más. No son dignos.
Dios se valió de este escenario y de este ambiente en el día de Pentecostés para dar los diez mandamientos, y Pentecostés viene a ser una excelente temporada para leerlos en Éxodo 20:1-17. Les invito a hacerlo y a imaginar la voz tronante de Dios, pronunciando cada mandamiento desde la cumbre. Imaginemos también lo que debieron sentir y pensar quienes, estremecidos, observaban desde abajo.
El pasaje nos deja una idea de la impresión que todo esto debió causar: “Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos. Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos” (Éxodo 20:18-19). Fue algo aterrador para ellos, y por eso acudieron a Moisés; lo que era parte del propósito de Dios, que escucharan a su siervo escogido y que le creyeran “para siempre” (Éxodo 19:9).
En Éxodo 20:20 leemos: “No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis”. Dios quería hacerles comprender que el decálogo no era algo como el simple código de Hammurabi, ni como cualquier colección de reglas que tuvieran bajo el Faraón cuando vivían en Egipto. Nada menos fue el Creador del Universo quien daba estos mandamientos. Podría haberlo hecho de otra manera, pero Dios dispuso así estos momentos con una intención y un propósito: Es el gran Diseñador y nadie sabe impresionar como El que siempre vive.
Todo lo que Dios hace tiene un motivo y un plan, y fue así con las acciones que tomó ese día de Pentecostés hace unos 3.500 años.
Saltemos ahora varios siglos hasta el Pentecostés del año 31 d.C. Tengamos presente que la Persona de quien vamos a leer es el mismo Ser que habló a Moisés, y que bajó sobre el monte Sinaí rodeado de llamas, humo, truenos y relámpagos; y. “Estando juntos [Jesús], les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hechos 1:4-5).
Dios quería que esperaran por el Espíritu Santo hasta el día de Pentecostés, porque sabe lo que hace y su cronología es perfecta. Imaginemos cómo debieron ser esos días. Imaginemos que el Mesías, a quien habían visto resucitado, les va a dar poder… pero tenían que esperar en Jerusalén. ¿Cómo habría sido aquella espera día tras día, sabiendo que estaba por cumplirse la promesa del Poder divino?
Creyeron en su promesa, se prepararon y esforzaron aun antes de que viniera el Espíritu Santo. Sustituyeron a Judas y volvieron a quedar completos los doce. Hicieron lo posible, según su entender, por tener a la Iglesia tan lista como les fuera posible. Finalmente: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados” (Hechos 2:1-2).
Aunque quizá nos parezca que los miembros de la Iglesia primitiva eran muy diferentes de nosotros, lo cierto es que eran personas reales. Tenían marido o mujer, tenían hijos igual que nosotros, tenían sus ocupaciones diarias. Tenían una vida real y reaccionarían más o menos como reaccionaríamos nosotros, si de la nada empezáramos a oír el sonido estremecedor de una fuertísima ráfaga de viento, llenando la habitación y resonando en nuestros oídos. Comprenderíamos, como comprendieron ellos, que algo milagroso estaba ocurriendo.
“Se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos” (Hechos 2:3). Imaginemos lo estremecedor que sería ver lenguas de fuego descender por el aire, y asentarse sobre la cabeza de nuestros familiares o amigos; y también darnos cuenta de que una de ellas descendía sobre nosotros. “Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (v. 4).
Los apóstoles pasaron en un instante a hablar en lenguas que nunca en la vida habían aprendido. Es inspirador saber que los dones que Dios concede a la Iglesia suelen venir con la finalidad de dar a conocer la verdad. El primer don que se le dio a la Iglesia fue el poder de llevar el evangelio al mundo entero.
La multitud que había en los alrededores comenzó a acercarse. ¿Cómo sería oír un ciclón que viene desde el interior de una construcción? “Estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?… Mas otros, burlándose, decían: Están llenos de mosto” (Hechos 2:7-8, 13). Dos mil años más tarde, las burlas persisten… pero esto no altera la verdad de lo que Dios está haciendo. Pedro procedió a dar un mensaje de vital importancia, cuando dijo en conclusión:
“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (vs. 36-38).
Ese día, Dios añadió como tres mil personas a su familia engendrada, iniciando así la primera era de la Iglesia del Nuevo Pacto.
Estos dos sucesos en día de Pentecostés tuvieron en común varias cosas importantes.
En ambos Dios llamó a un grupo de personas a reunirse en cierto lugar, en ambos Dios fundó una nación. ¿Qué había dicho antes de pronunciar el decálogo? “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la Tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxodo 19:5-6). ¿Y qué dijo Pedro respecto a la Iglesia de Dios? Casi las mismas palabras: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa” (1 Pedro 2:9).
En el día de Pentecostés, Dios estableció primero a la nación de Israel física, luego a la nación de Israel espiritual, la Israel de Dios (Gálatas 6:16), compuesta de hermanos y hermanas que conforman el Cuerpo de Jesucristo, y que constituirán el Reino de Dios. Nada une a dos personas como hermanos y hermanas; como lo hace el Espíritu de Dios. Cuando oímos noticias sobre miembros de la Iglesia al otro lado del mundo, debemos reconocer que son nuestros hermanos y hermanas; de manera más profunda que nuestras familia biológica, porque el Espíritu de Dios es el que realmente nos une como familia. No olvidemos el paralelismo entre lo que Dios hizo en esos dos días de Pentecostés.
Y hay otras semejanzas. La Israel física tuvo que esperar tres días para que Dios bajara al monte Sinaí, y los líderes de la Israel espiritual tuvieron que esperar hasta el día de Pentecostés para que llegara el Espíritu Santo. La Israel física oyó un gran estruendo en la montaña que anunciaba la llegada de la presencia de Dios, la Israel espiritual oyó el sonido de un viento poderoso. La Israel física vio descender del Cielo fuego y humo, la Israel espiritual vio descender lenguas de fuego. Y Dios demostró explícita y milagrosamente, tanto a la Israel física como a la Israel espiritual, la persona por medio de quién actuaba de un modo especial: Moisés y luego los apóstoles de Jesucristo.
Las Escrituras indican claramente que las señales milagrosas tienen una finalidad: Validar el mensaje de los mensajeros de Dios de forma realmente incomparable. Esta es una de las razones por las que el doctor Meredith solía exhortarnos a que pidiéramos esas señales. Elemento vital en el mensaje de Pentecostés en ambas ocasiones es el reto: ¿A quién escuchas? ¿A quién ha elegido Dios para llevar su mensaje?
Siendo muy instructivas las semejanzas entre los dos sucesos, las diferencias entre los dos días de Pentecostés resultan quizá más instructivas.
El primero demostró que, si bien Dios ansía morar entre la humanidad, por ahora hay un abismo de injusticia que le hace mantener una separación con los seres humanos. Cuando el Eterno bajó al monte Sinaí hace 3.500 años, nadie fuera de Moisés podía acercarse porque la presencia de Dios era sagrada. Pero en el Pentecostés del año 31 d.C., el fuego que bajó del cielo no llegó a la cima de una montaña distante, sino que llegó hasta cada discípulo de forma individual.
A la venida de la presencia divina, los antiguos israelitas temblaron de miedo, pero el apóstol Pablo nos dice: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:12-13). El hecho de que delante de Dios debemos sentir un justo temor no ha cambiado. La diferencia es que el Poder que se manifestó en la cumbre del monte, ahora ya no es el Poder a distancia en una montaña.
En el día de Pentecostés, debemos recordar esto: El Poder que seguramente movió a los israelitas a preguntarse si el monte se rompería en dos, es el mismo Poder que se ha colocado dentro de nosotros, dentro de todos los hijos de Dios bautizados en todo el mundo. Cuando asimilamos esta realidad, no resulta difícil comprender que puede haber milagros poderosos en la Iglesia de Dios, como curaciones milagrosas, hablar en idiomas extranjeros que desconocemos, incluso levantar a los muertos. Estas cosas son posibles porque en el día de Pentecostés del año 31 d.C. la luz no estaba en la lejanía, el fuego no estaba en una cumbre, sino que el fuego estaba sobre las personas, y el Espíritu estaba en las personas.
Otra diferencia importante entre esos dos momentos tiene que ver con la ley de Dios, que era de importancia primordial en ambos casos. Originalmente, Dios escribió los diez mandamientos con su propio dedo en tablas de piedra, y los entregó a Moisés para que los llevara al pueblo; pero sabía que esto no bastaba. El libro del Deuteronomio trae algunos detalles que no figuran en el Éxodo, y uno de ellos es la respuesta de Dios cuando el pueblo aseguró que le obedecerían siempre: “He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho. ¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” (Deuteronomio 5:28-29).
Pese a sus proclamaciones de temor y obediencia ante la aterradora muestra del poder divino, el corazón de los israelitas no cambió en aquel Pentecostés. Dios se refirió a esto en el Pentecostés del año 31 d.C. al iniciar el nuevo pacto. En Hebreos 8:7-10 el apóstol Pablo escribió que los defectos en el corazón de las personas hacían inevitable el fracaso del primer pacto, lo que hacía necesario establecer un segundo pacto, respecto del cual dijo Dios: “Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré” (v. 10).
Los dos días de Pentecostés se parecen en que Dios comenzó el proceso de escribir sus leyes con su propio dedo, pero la diferencia es que para Israel escribió en tablas de piedra, pero en el año 31 d.C. comenzó el proceso de escribir esas leyes personalmente en nuestra mente y en nuestro corazón. Esta asombrosa verdad llega al meollo del día de Pentecostés: El Dios Creador, el Eterno, quien diseñó todo lo que vemos y cada molécula de aire que respiramos, está dispuesto a trabajar con nosotros personalmente, cada día de nuestra vida, para escribir sus leyes con su propio dedo en nuestro corazón y en nuestra mente por medio de su Espíritu Santo. Ese Espíritu ya no está en una lejana montaña: está aquí con nosotros. La diferencia entre estos dos días de Pentecostés es muy significativa.
En el monte Sinaí, el mismo Dios estaba dando a conocer, desde su propia boca, sus pensamientos, sus deseos, sus pasiones; y en el año 31 d.C. también estaba hablando, pero esta vez lo hacía por boca de los suyos “según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:4). Los dos Pentecostés se parecen en que ambos nos recuerdan que la hermosa verdad del evangelio viene de Dios, y en sus diferencias nos muestran que si antes Dios habló desde la distancia, hoy habla por medio de sus hijos, por boca de seres humanos. Sigue teniendo un mensaje para transmitir, y sigue estando a cargo de ese mensaje, pero ahora lo proclama por medio de las palabras y vidas de los discípulos en quienes reside su Espíritu.
Entre las emociones de todos los días santos, reparemos con gran motivación en el día de Pentecostés. En ese día Dios comenzó todo un proceso. En el pasado, con gran despliegue de poder, Dios descendió al monte entre fuego y truenos, y escribió sus leyes con su propio dedo en tablas de piedra para que se entregaran a su pueblo. Pero ahora, como lo vemos en el día de Pentecostés del año 31 d.C., ya no es un Dios que mora en la distancia; ahora mora dentro de nosotros, sus hijos (Juan 14:17, 23). Es un Dios que sigue escribiendo sus leyes en tablas, pero ahora esas tablas son nuestros corazones. Lo hace no solo como Legislador divino, sino con todo el interés y cuidado de un Padre amoroso que desea transformarnos.
Demos gracias a Dios por el día de Pentecostés. Demos gracias porque toma su poder, su ley y su presencia; los baja del monte y los trae a una nueva morada dentro de sus hijos. [MM]