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La vaca casera

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¿Tendrá una vaca tu familia? Es muy probable que no y que tus vecinos tampoco. Pero si hubieras vivido en los siglos 18 o 19, lo más probable es que tuvieran una vaca, un caballo o quizás unos bueyes.

Probablemente tendrían pollos y gallinas. Sin duda tendrían una huerta para legumbres y un terreno de cultivo para ganarse la vida. En la segunda mitad del siglo 18, en los Estados Unidos se contaban dos millones de habitantes. La colonia más poblada era Virginia, con unas 500.000 personas. En 1775, solo el dos por ciento estaban radicados en ciudades y pueblos pequeños, y el resto de la población vivía y trabajaba en pequeñas granjas que medían bastante menos de unas 80 hectáreas.

La vaca de la familia proveía leche, mantequilla y queso; y quizás un ternero para carne. Las gallinas proveían huevos y carne, y la huerta producía verduras para la mesa. Pero nada de eso se daba solo. La familia en una granja de los años 1700, 1800 y aun comienzos de los 1900 trabajaba en equipo; con los miembros de todas las edades contribuyendo a la supervivencia y el bienestar del hogar. Todas las tareas que cumplía cada miembro de la familia eran importantes para el éxito familiar. En las familias de pioneros que se trasladaron por miles al oeste y se asentaron en el vasto interior del país, los hijos cumplían un papel vital. Los más pequeños traían agua de algún pozo o río cercano. Mantenían encendido el fuego y alimentaban y cuidaban los pollos y las vacas. Ayudaban a batir mantequilla y a sembrar y cosechar legumbres y verduras. Los muchachos mayores ayudaban con las tareas más pesadas, como arar y cortar madera. Las hijas mayores ayudaban a cuidar a los hermanitos y a preparar y conservar los alimentos para el invierno. Junto con la madre, cosían y remendaban la ropa de la familia. Esta modalidad en la cual los hijos trabajaban con los padres en multitud de tareas caseras y agrícolas era parte del sistema de vida en esos siglos.

Un cambio demográfico masivo

En el año 1800, el 94 por ciento de la población vivía en el campo. Cien años más tarde, en 1900, esa cifra era del 60 por ciento, todavía era la mayoría. Pero la veloz mecanización y modernización de la agricultura y la industria llevó a miles a abandonar el campo y a emigrar en masa a las ciudades en busca de trabajo. En muchas familias, los niños cambiaron el trabajo en la granja para tratajar en las fábricas, hasta que las leyes laborales que impedían la mano de obra infantil empezaron a sacarlos de las fábricas y pasarlos a los colegios. Actualmente solo el dos por ciento de la población vive y trabaja en granjas y haciendas.

La vida ha cambiado dramáticamente en los últimos 250 años. Dudo que alguno de nosotros quisiera renunciar a nuestras comodidades modernas para sobrevivir a duras penas en una granja o en un rancho sin agua corriente ni electricidad. Sin embargo, hemos perdido un componente importante en la vida. Durante buena parte de la historia, el aporte de los niños y jóvenes al éxito y supervivencia de la familia revestía gran importancia. Era un aporte importante y necesario. Para muchos de nosotros que habitamos en zonas urbanas, el trabajo importante de los jóvenes ha sido reemplazado por las actividades escolares y las redes sociales. Pero, ¿acaso tiene que ser así? ¿Será posible recobrar los beneficios de la colaboración en familia? ¿Conviene que los hijos hagan algunos quehaceres necesarios?

Lecciones para la vida

Cuando los padres hablan de este tema, suele haber acuerdo general en cuanto a que los quehaceres son buenos para los hijos. Pero cuando llega el reto práctico de que ellos realmente trabajen en el hogar, muchos levantan las manos con frustración: ¿Por qué yo? Muchos quehaceres se hacen más rápidamente si los padres se ocupan de ellos directamente en vez de tener que explicarles a sus hijos y luego vigilar que se hagan debidamente. Pero entonces los padres pierden la oportunidad de enseñarles a sus hijos el valor del trabajo. El libro de los Proverbios está repleto de exhortaciones acerca del trabajo: “El alma del perezoso desea y nada alcanza; mas el alma de los diligentes será prosperada” (Proverbios 13:4); “El que recoge en el verano es hombre entendido; el que duerme en el tiempo de la siega es hijo que avergüenza” (Proverbios 10:5); “¿Has visto hombre solícito en su trabajo? Delante de los reyes estará; no estará delante de los de baja condición” (Proverbios 22:29). Cuando los hijos ven un buen ejemplo y se les enseña a emularlo, estarán aprendiendo una lección sobre el trabajo que les servirá toda la vida.

Ciertos padres consideran que sus hijos harían mejor uso de su tiempo dedicándolo a los estudios, deportes y lecciones de música. Quizá les digan, incluso, que su trabajo es estudiar. El colegio sí es importante y también lo son sus actividades. Pero la labor de mantener limpia la casa y de llevar a cabo todos los quehaceres familiares no desaparece. Cuando los padres se encargan de todo este trabajo y excluyen de ellos a los hijos, dejan pasar una oportunidad para enseñarles el valor de lo que reciben. Los chicos tienen comida, techo y una cama abrigada gracias a los esfuerzos de sus padres. Enterarse del esfuerzo que se hace en la preparación de las comidas y en el aseo y mantenimiento de la casa, constituye una preparación invaluable para que se abran paso en la vida como adultos. No solo aprenden a apreciar lo que tienen, sino que adquieren habilidad y competencia que los preparan a cuidar de sí mismos y de su familia en el futuro. Esto se produce cuando los padres los incluyen como miembros en el esfuerzo de mantener y edificar un hogar. Al incluirlos, estamos obedeciendo Proverbios 22:6: “Instruye al niño en su camino y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”.

Cuando trabajamos con nuestros hijos y les exigimos que trabajen, estamos enseñándoles a ser industriosos y responsables y a disfrutar de una labor bien hecha. Estamos enseñándoles el imperativo del trabajo, tal como Pablo lo enseñó a la Iglesia en Tesalónica, cuando escribió: “Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3:10).

¿Qué pueden hacer los hijos? Eso depende de cada hogar, pero pregúntese: “¿Es esta una tarea que podría enseñarles a mis hijos a realizar? ¿O no estamos dispuestos a delegarla porque es más fácil hacerla nosotros mismos?” El aseo, preparar y cocinar los alimentos, el trabajo en el jardín, arreglos y mejoras en la casa, lavado de ropa y del carro, los mandados, la huerta… la lista es interminable.

Como padres, tenemos la obligación de enseñar a nuestros hijos la importancia y el valor del trabajo. ¿Qué mejor lugar para enseñar que en el propio hogar? Usted probablemente no tenga una vaca, pero sí tiene muchos quehaceres, muchas tareas que es preciso cumplir para asegurar el bienestar de la familia. ¡Compártalas con sus hijos!

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