El Adulto responsable

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Los padres debemos esperar que los hijos demuestren cierto grado de paciencia y respeto. Pero, ¿es nuestra conducta como la esperamos en ellos?

Nadie asume el papel de padre o madre con la intención de hacerlo mal, pero las tensiones y frustraciones de tratar con una personita vulnerable, que no siempre coopera, pueden sacarnos de quicio. Esto es parte de nuestro proceso como discípulos de Jesucristo, camino en el cual debemos afrontar muchas situaciones que exigen el máximo de nuestra capacidad para poner en práctica lo que conocemos de la verdad. Un mundo donde todo nos sale a pedir de boca, no nos da la oportunidad de practicar la paciencia. No tenemos cómo practicar amor y altruismo en un ambiente que nos trata siempre con amor y generosidad. Y a veces terminamos por exigir a nuestros hijos conductas que nosotros mismos no demostramos. Cuando esto sucede, es razonable preguntarse: “¿Quién es el adulto responsable?”

La Biblia nos dice que seamos ejemplos vivientes del camino de vida de Dios, recordándonos: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, este es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era” (Santiago 1:22-24). Los hijos seguirán nuestro ejemplo. Si les exigimos un grado de paciencia, deferencia y respeto que nosotros mismos no demostramos, hemos abdicado en nuestro papel de adultos, faltando a una importante norma de la crianza de los hijos según Dios.

La ira

Tanto en el niño preescolar, como en el escolar y el adolescente; una de las manifestaciones más claras de inmadurez es la rabieta. Sabemos que para llegar a ser un verdadero adulto es imprescindible aprender a dominar la ira.  “Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad” (Proverbios 16:32). Por eso, cuando la ira de nuestros hijos llega al punto de ebullición, los miramos a los ojos y les decimos algo así como: “Respira hondo. Cuenta hasta diez. Salgamos a caminar”. Sabemos que enseñándoles a controlar el enojo, les ayudamos a llevar una vida mejor.

Pero a veces nosotros mismos debemos vencer la ira. Tal vez hemos tenido un día difícil, y se nos ha agotado la paciencia. O quizás el niño o el adolescente actúa de modo rebelde, negándose a guardar los juguetes o a cumplir sus quehaceres. ¿Perdemos entonces los estribos, dejamos que se imponga en nosotros la ira, y luego pretendemos que el hijo se quede tranquilo y respetuoso, mientras desahogamos nuestra furia en ellos? ¡Qué fácil es dejarse llevar por las emociones, y exigir que los hijos guarden un respetuoso silencio mientras los fustigamos de palabra!

Pero, ¿quién es el que actúa como adulto? ¿La persona mayor con sus gritos de furia? ¿O el menor que, en estado de silencio impuesto, se queda sentado recibiendo todo el peso de la ira ajena?

Ofensas indirectas

Los padres más cariñosos pueden caer en la trampa de sentirse ofendidos indirectamente, cuando alguien corrige con razón a sus hijos. Cuando una maestra u otro adulto en posición de autoridad corrige a nuestros hijos por su mal comportamiento, es posible que nuestra reacción automática sea: ¡Cómo se atreve a tratar a mis hijos así! ¿Tomamos como algo personal, cuando alguien los reprende así, como si la acción fuera dirigida a nosotros? Este tipo de reacción emocional defensiva, es más propia en los niños que no han aprendido a controlar sus emociones.

¿Qué clase de ejemplo dejamos? ¿Nosotros, como padres y madres, estamos mostrando cortesía y deferencia a otros adultos con autoridad? ¿O estamos comportándonos como chicos malcriados? Seremos muy adultos, pero, ¿actuamos como tales? Nuestra labor como padres y madres es guiar a los hijos para que se vayan convirtiendo en adultos prudentes, sabios y con discernimiento. Es ayudarles a manejar esas situaciones sin actuar nosotros mismos como niños. Incumplir esta responsabilidad es dar un mal ejemplo a los chicos que están a nuestro cargo, y que necesitan aprender sus lecciones y madurar gracias a ellas.

¿Mejores amigos?

Otra manera de faltar a nuestra obligación de actuar como adultos es pretender ser mejores amigos con nuestros hijos. Las Escrituras nos sitúan claramente en el papel de instructor cariñoso, pero no de mejor amigo. Leemos: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre” (Proverbios 1:8).

Los padres que aspiran, ante todo, a ser amigos de sus hijos, inevitablemente dan prelación a la felicidad momentánea, sin tener en cuenta sus necesidades a largo plazo. Los niños tuercen el orden de prelación por naturaleza, y esta es una razón por la que leemos: “La necedad está ligada en el corazón del muchacho” (Proverbios 22:15). Los padres y madres decididos a actuar como adultos maduros, se ocupan más en ayudar a sus hijos a crecer y desenvolverse sabiamente, que en hacerles sentir bien en todo momento.

¿Compartimos?

Otra manera de abdicar nuestro papel de adultos, es negarnos a compartir. Enseñamos a los hijos a compartir sus juguetes, esperamos que compartan los quehaceres y labores necesarias para tener la casa limpia y arreglada, y les explicamos que ayudar a los necesitados es bueno y agradable a Dios. Pero, ¿lo hacemos nosotros?

¿Somos generosos con nuestro tiempo y atención? Hay veces que los hijos piden nuestra atención, y otras veces están contentos en su propio mundo personal. Quizá parezcan imprevisibles, pero cuando necesitan que les prestemos atención, ¿estaremos dispuestos a actuar como padres maduros y atenderlos al ciento por ciento? ¿O estamos demasiado pegados al televisor para escuchar? ¿Es tan interesante algún programa en la televisión que no podemos desprendernos? ¿Es tan importante el partido de fútbol que nos resulta imposible dejar de verlo?

Una de las cosas más frustrantes para un niño o adolescente es sentir que no lo escuchan. Como padres, tengamos presente las palabras del apóstol Pablo: “Vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). ¿Estaremos provocando la ira en nuestros hijos si nos mostramos indiferentes?

Cómo ser padres y madres honorables

El apóstol Pablo exhortó así a los jóvenes: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la Tierra” (Efesios 6:1-3). Estas instrucciones apuntan a uno de los mandamientos: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la Tierra que el Eterno tu Dios te da” (Éxodo 20:12).

Si pretendemos que nuestros hijos nos honren, tenemos que ser honorables. No pueriles ni inmaduros. Y nunca semejantes a sus amigos.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, les dijo: “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9). En otras palabras, tenemos el mandato de honrar y reverenciar a Dios, nuestro Padre, porque es honorable. Es el máximo ejemplo de madurez espiritual, el adulto perfecto. Y nos ama como también nosotros amamos a nuestros hijos. Desea estar cerca de nosotros, aun más de lo que nosotros deseamos estar cerca de nuestros hijos. Siempre es el modelo perfecto del liderazgo paterno.

Si nosotros podemos llegar a ser ejemplos de madurez emocional, adultos de verdad, sea con los hijos o con otras personas, seremos una fuerza de paz y armonía y un reflejo del carácter de Dios, que servirá de ejemplo a nuestros hijos para toda la vida. [MM]