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¿En qué transformó al cristianismo original el Concilio de Nicea del año 325 d. C.?
Los aniversarios que se presentan cada 1.700 años no son muy frecuentes. Pero a finales del primer semestre de este año, la cristiandad celebró un aniversario así; con su epicentro en Iznik, población turca al borde de un lago, que se conoció en la antigüedad como Nicea. El concilio se celebró entre mayo y julio del año 325 y es reconocido ampliamente como el primer concilio ecuménico cristiano. Fue convocado por el emperador romano Constantino, con el fin de resolver disputas en materia de doctrina y práctica.
Para la celebración planearon una serie de eventos especiales, que tendrán como tema central la declaración más famosa producida por el concilio hace 1.700 años: El credo Niceno o credo de Nicea, que se considera una de las doctrinas más importantes del cristianismo tradicional. Negar la verdad del credo de Nicea es, para muchos, revelarse como falso cristiano, como que equivale a negar al mismo Jesucristo.
En palabras del material promocional para una celebración en Estambul leemos: “El credo de Nicea constituye la expresión más majestuosa y de más amplia confesión de la fe cristiana y respaldo de la esencia del evangelio que confesamos”. Jane Williams, profesora de la cátedra McDonald de Teología Cristiana en la Universidad St. Mellitus en Londres, señala que “no hay muchos documentos de 1.700 años que se lean en voz alta todas las semanas, ni que sepan de memoria millones de personas en todo el mundo. El credo de Nicea es uno de ellos”.
El credo de Nicea y otras decisiones tomadas por el Concilio de Nicea tuvieron un efecto muy grande sobre la fe que había de llevar el nombre de Cristo en los 17 siglos que siguieron. Muchos aún consideran que las conclusiones de ese primer Concilio ecuménico son fundamentales para la esencia del cristianismo.
En realidad, la Palabra de Dios demuestra que el Concilio de Nicea y su credo son algo muy diferente. Para quienes buscan el cristianismo establecido por el propio Jesucristo, un examen de lo que fue el Concilio de Nicea a la luz de las Escrituras y de la historia puede resultar muy productivo.
Lo que suele decirse es que el objetivo del Concilio de Nicea era unificar la fe, resolviendo ideas discrepantes acerca de la naturaleza de Jesucristo y también zanjar las diferencias respecto del día de la Pascua.
El Concilio del 325 no se reunió por autoridad de un líder religioso, como sería de esperar, sino del emperador romano Constantino. Más aun, la huella de Constantino se encuentra en todo el Concilio. Para empezar, fue él quien lo convocó, con el aparente objeto de corregir la fe fragmentada y traer estabilidad a su Imperio. Él también pagó los enormes costos de traer a cientos de obispos y representantes de regiones tan diversas como Egipto, Grecia, África del Norte y Persia.
El antiguo historiador Eusebio de Cesárea, asistente al Concilio de Nicea y muy adepto al Emperador, señala que Constantino, lejos de ser un patrocinador pasivo, ocupó un lugar de honor en la conferencia y la inauguró con un discurso que hacía hincapié en la paz y la unidad. Y cuando se tomaron las decisiones, se fijaron las conclusiones y se completó el credo, fue el emperador Constantino quien hizo cumplir los resultados. Los obispos que se negaban a profesar el credo de Nicea sufrían el exilio y la pérdida de su cargo eclesiástico. Las obras de los que disentían se quemaban. No es por accidente que se ve en imágenes y otras representaciones del Concilio de Nicea a un hereje vencido tendido en el suelo a los pies de Constantino.
Que el Emperador romano tuviera tanta influencia en una religión que llevaba el nombre de Jesús no debe sorprendernos; incluso hoy, la organización más grande del mundo que invoca ese estandarte lleva el distintivo de Católica Romana.
Entre los temas tratados por el Concilio de Nicea se destacan dos: El primero es la naturaleza de Jesucristo y su relación con Dios el Padre. Había muchas discrepancias sutiles, pero la principal era si Cristo es un ser creado, es decir, no eterno con el Padre ni plenamente divino y eterno, ni de la misma esencia del Padre.
Entre quienes argumentaban por el Cristo creado estaba Arrio, presbítero de Alejandría, y esta postura suele conocerse como arrianismo. Es fascinante leer las discusiones, pasiones y personalidades envueltas en el debate; pero la observación clave para nuestros fines es que el Concilio llegó a la conclusión de que el Hijo de Dios no es creado, sino que Él y el Padre son igualmente eternos y de la misma esencia.
Esta conclusión se expresó en lo que llegó a llamarse el credo Niceno. Aunque hay ligeros desacuerdos respecto del credo original, como se acordó en el año 325 d. C., los eruditos en su mayoría convienen en que la siguiente es una representación correcta:
“Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; unigénito nacido del Padre, es decir, de la esencia del Padre; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre; por medio de quien todo fue hecho: tanto lo que hay en el Cielo como en la Tierra; que por nosotros, los hombres y por nuestra salvación bajó y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los Cielos, vendrá a juzgar a vivos y muertos; y en el Espíritu Santo”.
Hay mucho que decir sobre este credo, pero por ahora señalaremos únicamente que es un rechazo a la idea herética de que el Hijo de Dios es un ser creado. Debemos señalar también, para los que creen que la doctrina de la trinidad ha existido desde el comienzo del cristianismo, que sorprende lo poco que dice el concilio acerca del Espíritu Santo. ¡Pero ese es tema para otro día!
El credo no fue el único fruto del Concilio. En los tres siglos transcurridos desde que Jesucristo fundó su Iglesia, habían surgido discrepancias en torno a las principales creencias y prácticas, y en Nicea se buscaba resolver un punto de importancia crítica.
Muchas congregaciones en el Oriente seguían guardando la Pascua el día 14 de nisán, primer mes del calendario hebreo. Lo hacían siguiendo el ejemplo de Jesucristo, los doce apóstoles y los discípulos inmediatos de los apóstoles. En Roma, la tradición era diferente. En vez de conmemorar la crucifixión de Jesucristo, las congregaciones romanas desarrollaron una tradición de observar su resurrección, y lo hacían en un día fijo de la semana: el domingo, al contrario de su muerte en el catorce de nisán, que podía caer en diferentes días de la semana.
Esta controversia ha llegado a llamarse la controversia del cuartodecimano, por la palabra latina quartodecima, que significa “decimocuarta”. Al respecto, la historia nos dice que la controversia fue grande. Aunque los estudiosos debaten los detalles, el resultado de la decisión del concilio es claro: la práctica romana de guardar la Pascua el domingo no solamente se adoptaría como norma de fe en todo el Imperio, sino que la fecha correspondiente se fijaría según el cálculo del nuevo calendario romano, desechándose el calendario hebreo que se había empleado hasta entonces.
Según Eusebio de Cesárea, ya mencionado, los obispos en Nicea finalmente desecharon los últimos vestigios de lo que Constantino llamó “La detestable chusma judaica”. Todos los que pretendieran seguir el ejemplo de Jesucristo de guardar la Pascua el 14 de nisán eran declarados anatema, o sea, maldecidos y excomulgados.
El resultado de Nicea fue una Iglesia más unificada. Más ordenada. Más romana. Pero nunca una Iglesia bíblica.
Arrio, por supuesto, estaba equivocado, su postura era una herejía contraria a la Biblia. El sentido claro de aquella majestuosa afirmación en Juan 1:1-3 es la verdad: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas”.
Podríamos decir mucho más, pero lo importante no son los aciertos de Nicea sino sus desaciertos. Por ejemplo, muchos observadores han señalado que las Escrituras no respaldan la insinuación en el credo Niceno de que el Hijo de alguna manera es engendrado eternamente por el Padre, lo que niega que el Hijo sea Dios de la misma manera que el Padre es Dios. Las Escrituras se refieren al engendramiento de Jesús como un hecho que tuvo lugar en determinado momento; específicamente, en el vientre de María (Mateo 1:20).
En Juan 1, al hablar de la condición de Jesucristo antes de la encarnación, no se le llama “el Hijo” sino “el Verbo” (en griego, el Logos). Porque fue el Vocero divino de la Deidad, quien fue el Dios del Antiguo Testamento, la “Roca” que seguía a Israel (1 Corintios 10:4). Se convirtió en el Hijo cuando fue engendrado en el vientre de María, y en ese momento el otro miembro de la Deidad se convirtió en el Padre. La sencillez de las Escrituras sobre este punto contradice las ideas que culminaron en el Concilio de Nicea, corrompidas en siglos anteriores por filosofías paganas que pretendían reconciliar las verdades claras de la Palabra de Dios con las ideas y conceptos abstractos de los griegos.
En cuanto a la maldición, según el Concilio, de guardar la Pascua el 14 del mes hebreo de nisán, la Historia concuerda con las Escrituras en que esta práctica “maldita” era la que guardaban los propios apóstoles, para no mencionar su Salvador. Las Escrituras indican claramente que Jesucristo y sus discípulos guardaban la Pascua (Lucas 22:11) el catorce, día en que los israelitas sacaban la levadura antes de la celebración de los días de Panes Sin Levadura (Levítico 23:5-6). Fue esta “la noche que fue entregado” (1 Corintios 11:23), antes de su muerte en el mismo día 14 a las tres de la tarde (los judíos no calculaban de medianoche a medianoche, sino de ocaso a ocaso).
Jesucristo fue nuestra Pascua, fue sacrificado por nosotros (1 Corintios 5:7), y los momentos en que ocurrieron los hechos aclaran la relación. Jesús y sus discípulos guardaron la Pascua antigua y luego Él instituyó los nuevos símbolos, el pan y el vino, como recuerdo de su crucifixión (1 Corintios 11:23-25). Sobre esto no hay lugar a dudas.
La Historia nos dice que los discípulos fieles, después de los doce apóstoles, quisieron seguir este ejemplo y continuar la misma práctica, pero que al hacerlo chocaban con las influencias romanas corruptas. Consideremos a Policarpo de Esmirna, discípulo del apóstol Juan, quien, según su discípulo Ireneo: “Siempre enseñó las cosas que había aprendido de los apóstoles y que la Iglesia ha legado”. Por guardar la Pascua el 14 de nisán, Policarpo entró en conflicto con Aniceto, obispo de Roma y más tarde designado como el papa Aniceto, quien pretendía reemplazar la práctica de Jesús con la observancia del domingo de Pascua, conforme a la inclinación de sus maestros romanos.
De igual manera, hacia finales del segundo siglo, Polícrates de Éfeso se enfrentó con el obispo romano Víctor, más tarde el papa Víctor, respecto del abandono de las enseñanzas de Cristo por parte de Roma. Según Eusebio, Polícrates escribió: “Nosotros celebramos intacto este día, sin añadir ni quitar nada”, lo que significaba, en sus propias palabras, “el día cuando el pueblo desterraba el fermento”, es decir, la Pascua celebrada el 14 de nisán (Levítico 23:5-6). Después de nombrar a los doce apóstoles, además de Policarpo y otros ancianos fieles de la Iglesia primitiva, Polícrates le dijo a Víctor: “Todos estos celebraron como día de Pascua el de la Luna decimocuarta, conforme al Evangelio, y no transgredían, sino que seguían la regla de la fe”. También le dijo que “los que son mayores que yo han dicho: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres”.
Respecto de la carta de Polícrates, los autores Alexander Roberts y James Donaldson, comentan en su obra: Los padres prenicenos (Vol. VIII): “Llama la atención que nadie dudara que la Pascua, en vez del domingo de Pascua, se guardaba por una ordenanza cristiana y apostólica”.
Sin embargo, esta práctica de seguir el ejemplo de Jesucristo y los apóstoles quedó a la vera del camino en Nicea, en favor de la costumbre romana. Después del Concilio de Nicea, todo el que intentara guardar la Pascua como la guardaron Jesús y sus primeros seguidores era declarado anatema, y excluido de la congregación.
Al tomar esta decisión, el Concilio de Nicea desechó el calendario que Dios había entregado por medio de su pueblo elegido (Romanos 3:1-2), en favor de un sistema romano pagano que buscaba “cambiar los tiempos y la ley” (Daniel 7:25).
¿Cómo pudo ser? El Concilio de Nicea se celebró escasamente dos siglos después de la muerte de Juan, el último de los doce apóstoles. ¿Sería realmente tan honda la apostasía de los dirigentes cristianos en el Imperio Romano, que las simples enseñanzas de la Biblia ya se habían corrompido hasta ese punto? ¿Que la práctica tanto del Salvador como de sus primeros seguidores ya se había desechado para favorecer la filosofía griega y las tradiciones romanas?
Efectivamente, la Palabra de Dios revela que la corrupción de la Iglesia fundada por Jesucristo comenzó casi de inmediato, ¡en vida de los apóstoles y los redactores de la Biblia! Esto se ve en Hechos 15. Algunos insistían en que, para ser realmente discípulos, los conversos gentiles tenían que hacerse primero judíos. Los apóstoles y ancianos, Pablo entre ellos, resolvieron que tal exigencia sería un yugo irrazonable e innecesario.
Es claro que la Iglesia estuvo asediada por herejías desde sus comienzos. La Palabra de Dios presenta un cuadro de la lucha contra enseñanzas falsas y conocimientos corrompidos. El apóstol Pablo reprendió a los hermanos en Corinto porque aceptaban con demasiada facilidad a los que predicaban “a otro Jesús” y traían “otro espíritu” y “otro evangelio” (2 Corintios 11:4). También se opuso a la introducción en la fe de herejías gnósticas (1 Timoteo 6:20), y de prácticas originadas en otras filosofías (Colosenses 2:8), como la prohibición del matrimonio y ciertas costumbres no bíblicas relativas a los alimentos (1 Timoteo 4:3). Llamó a estas enseñanzas “doctrinas de demonios” (v. 1), y a esas ideas llamó “mandamientos y doctrinas de hombres” (Colosenses 2:21-22). Se dio cuenta de que algunos hallaban formas de persistir en su anterior paganismo (Gálatas 4:8-9); ya fuera con nombres diferentes y disimulados con el barniz de cristianismo, aunque no por eso menos pagano.
Aun Judas, medio hermano de Jesús, instó a sus lectores: “Que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos”, porque veía cómo iba quedando reemplazada por un sistema de creencias y prácticas que convertían la gracia en licencia para incumplir las leyes de Dios (Judas 3-4).
Jesús había advertido a los apóstoles que en vida de ellos surgirían falsos maestros y profetas valiéndose de su nombre (Mateo 24:4-5). Según el testimonio inspirado que es la Palabra de Dios, cuando la vida de los primeros seguidores de Jesús llegaba a su fin, la Iglesia fundada por Él estaría acosada, quebrantada, infiltrada; cada vez más corrompida, y aun en rebeldía contra los maestros que el propio Señor había nombrado y formado.
Los escritos del último de los doce apóstoles nos muestran el estado de la Iglesia hacia finales del primer siglo. El apóstol Juan, ya anciano, dijo: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo” (1 Juan 2:18). El propio Juan fue proscrito por el falso profeta Diótrefes, que también excomulgó a quienes seguían al apóstol Juan (3 Juan 9-10). No obstante, Jesucristo, hablando de su Iglesia como una “manada pequeña” (Lucas 12:32), había asegurado a sus discípulos que estaría con ellos hasta el fin de la era (Mateo 28:20). Tendrían su protección, no la del Imperio pagano más grande del mundo que se apoderó de la fe una vez dada.
La Iglesia que se reunió con el emperador Constantino en Nicea en el año 325 d.C., no fue la Iglesia que Jesucristo había fundado. El grupo de líderes que se encontraban en Nicea no representaba a la manada pequeña a la cual Jesucristo había hecho sus promesas (Mateo 16:18), sino una organización respaldada por el gobernante más poderoso del mundo, heredero de Roma. Esos ancianos y obispos no eran representantes de un Reino venidero que no es “de este mundo” (Juan 18:36), sino de una organización encabezada por el Emperador de Roma, en una unión non sancta con las potencias de este mundo, unión cuyo poderío había de crecer con el paso de los siglos.
Convocado más de 200 años después de la vida de los primeros seguidores de Jesucristo, el Concilio de Nicea ya había avanzado mucho por el camino de la apostasía, y la transigencia que había emprendido en tiempos de los doce apóstoles. Y no es que le hubieran faltado advertencias.
Las celebraciones, ceremonias y seminarios realizados este año en todo el mundo para marcar el aniversario del Concilio de Nicea, seguramente proclamaron que ese Concilio y su famoso credo representan un elemento fundamental del cristianismo. Se equivocan. El Concilio que se reunió bajo la vigilancia del Emperador romano en el año 325 d.C., fue solo un intento más para desmantelar el fundamento que Jesucristo había puesto, y afirmar la apostasía que había comenzado ya en vida de los apóstoles, dos siglos antes.
El Concilio de Nicea sí fue el fundamento del cristianismo que vemos en el mundo actual, pero no tuvo efecto en el cristianismo de Jesucristo. Más aun: ¡es probable que no haya estado presente ni un solo representante de la verdadera Iglesia que Jesús personalmente fundó!
Pese a todo, la verdadera Iglesia de Jesucristo ha persistido. Esa Iglesia no era, y no es, el cristianismo paganizado y falso que acogió el Emperador de Roma. Antes del Concilio de Nicea, la Iglesia verdadera llevaba más de dos siglos de oposición, calumnia, marginalización y persecución. Sin embargo, la “manada pequeña” que sostiene la verdadera fe de Jesucristo todavía existe.
¿Cómo lo sabemos? Porque el Hijo de Dios prometió que continuaría y persistiría, que las puertas de la muerte nunca prevalecerían contra ella (Mateo 16:18). Aunque fuera solo una “manada pequeña”, Jesucristo estaría con ella, trabajando con ella, apoyándola y nutriéndola, hasta tenerla lista para su segunda venida. Esa Iglesia recibió la comisión de predicar el evangelio del Reino de Dios a todo el mundo antes del regreso del Rey de reyes (Mateo 24:14).
Quienes tengan interés en ir más allá de Nicea y descubrir, no la Iglesia idólatra y apóstata que el Concilio buscó afirmar en el año 325, sino la Iglesia única y verdadera que Jesucristo estableció mucho antes, les invitamos a leer: La Iglesia que respalda El Mundo de Mañana, a partir de la página 8 de esta edición. Y si no ha leído nuestros folletos de estudio gratuitos: ¿Dónde está la verdadera Iglesia de Dios?, El falso cristianismo, un engaño satánico y Restauración del cristianismo original; les invitamos a hacerlo. Todas nuestras publicaciones son gratuitas, como mandó Jesucristo que fueran. Basta solicitarlas (Mateo 10:8).
Mientras tanto, tengamos presente lo que Dios el Padre busca. Su Hijo nos dice en Juan 4:23 que “la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren”. No nos dejemos impresionar por el prestigio, el poder y la riqueza. No permitamos que el misterio y el ceremonial oculten la claridad de la Palabra divina. Y no nos conformemos con los “padres de la Iglesia” cuando tenemos las enseñanzas claras en la Biblia. La Iglesia fundada por Jesucristo se puede encontrar desde antes del Concilio de Nicea. Incluso hoy también se puede encontrar. [MM]