Cuestión de fe | El Mundo de Mañana

Cuestión de fe

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¿Qué tan fuerte es nuestra fe en los momentos de prueba? ¿Nos sorprendería saber que la clave para una fe firme no es presenciar milagros, sino obedecer a Dios y sus leyes con diligencia y de todo corazón?

Nuestra vida es breve, pero en esta se presentan millones de opciones: ¿Levantarse cuando suena la alarma, o dar media vuelta y levantarse tarde? ¿Qué vamos a vestir en este día? ¿Qué vamos a desayunar… o no desayunaremos? ¿Cómo vamos a tratar a los demás? ¿Vamos a creer en Dios o en la acción ciega del azar?

Esta última pregunta puede molestar a los evolucionistas, porque no suele agradarles la expresión “acción ciega del azar”, sino que prefieren dar el mérito a “el poder de la evolución”. Esta expresión se encuentra en el libro titulado: El relojero ciego, de Richard Dawkins… ¡y hasta allí llegó el rechazo a un azar que actúa ciegamente!

Pero la vida es breve, y esta realidad se va asimilando más con cada año que pasa. Creer o no creer en Dios es una decisión que tomamos. Si somos sinceros y curiosos, buscamos pruebas, las pesamos y luego decidimos qué creer basados en los hechos. “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21). No debemos aceptar ni el azar ciego ni la fe ciega. Los hechos no refutan la fe, ni reemplazan la fe. Los hechos y la fe deben actuar en armonía.

Más allá de lo que vemos

Los hijos de Israel vieron con sus propios ojos cómo se abría el mar Rojo, y lo atravesaron entre muros de agua a cada lado. Este fue un hecho de su propia experiencia, pero no tuvo un efecto duradero en su forma de pensar ni de actuar. Alguien dijo: “Los milagros atraen la atención, pero no producen convicción”. Aquí es donde entra en juego la fe, como una prueba de otra clase. “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1).

Muchos conocemos la historia de Sadrac, Mesac y Abed-nego; lanzados a un horno ardiente por desafiar las órdenes de un rey. Pero, ¿cuántos entendemos esa historia a profundidad? En Daniel 3 leemos que el famoso rey Nabucodonosor hizo levantar una gran estatua. Cuando se escuchara el sonido de varios instrumentos musicales, todo el pueblo debía hacer reverencia ante esa imagen. Algunos envidiosos, aparentemente con la cabeza inclinada pero con los ojos abiertos, informaron que los tres jóvenes habían rehusado inclinarse ante la imagen y adorarla; muy pronto los tres se encontraron delante de un rey furioso que les daba un ultimátum.

Leyendo la respuesta de los tres jóvenes a la orden del Rey, es fácil precipitarse a la conclusión de que sabían que Dios los libraría de las llamas. Sin embargo, una lectura atenta revela una realidad más exacta. Muchos leen la pregunta que hace Nabucodonosor al final de su ultimátum, sin comprender que es una pregunta sin respuesta: “¿Y qué dios será aquel que os libre de mis manos?” (Daniel 3:15).

El Rey creía que su poder era supremo en esta situación. Aunque no esperaba una respuesta ni la necesitaba, los tres jóvenes se la dieron, con arrojo y confianza: “No es necesario que te respondamos sobre este asunto. He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh Rey, nos librará. Y si no, sepas, oh Rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (vs. 16-18).

Esto fue extraordinario, sobre todo considerando la opción que tenían. Conocían el carácter del Rey, y sabían que su amenaza no era en vano, sino que la cumpliría. Entonces, ¿qué quisieron decir al responder: “Nuestro Dios a quien servimos puede librarnos”? El énfasis debe ir en las primeras dos palabras: ¡Nuestro Dios! Fue la respuesta a la pregunta del Rey: “¿Y qué dios será aquel que os libre de mis manos?”.

Fue una respuesta dada sin dudar y pese a la situación que se les presentaba. Las personas de principios, seguras de sus convicciones, no necesitan detenerse a pensar cuando la decisión entre el bien y el mal es clara, y no temen las consecuencias de elegir el bien. Estos jóvenes sabían que Dios era perfectamente capaz de librarlos, pero, ¿tenían la seguridad de que lo haría una vez que estuvieran dentro del horno de fuego? Quizá… pero eso no se desprende necesariamente de su respuesta. Sabían, por la historia de su pueblo y por todos los milagros consignados: El mar Rojo, las murallas de Jericó y muchos más, sumados a las incontables intervenciones que no quedaron escritas, que Dios es real y que recompensa a quienes lo buscan de verdad.

Entonces, ¿qué quería decir: “de tu mano, oh Rey, nos librará”? Recordemos que ellos no sabían el final de la historia. ¿Influiría Dios en la mente de Nabucodonosor para hacerlo cambiar de parecer? ¿Aparecería algún héroe en el último momento que cambiaría las cosas?

No importa. Para estos tres jóvenes de fe, hacerle reverencia al ídolo era algo fuera de toda consideración. “Y si no, sepas, oh Rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado”. Ellos, al igual que Abraham ante el sacrificio de su hijo, estaban seguros de una resurrección después de la muerte, resurrección sobre la cual Nabucodonosor no tenía poder alguno (Hebreos 11:17-19). Siglos más tarde, Jesús les recordó a sus discípulos esta verdad: “No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28).

Es fácil leer este relato y pensar que estos jóvenes eran unos valientes sin temor, que sabían cuál sería el desenlace. ¡No es así! Pero sin duda, eran hombres de fe y valor. ¿Cuántos de nosotros habríamos aceptado esta prueba de fuego? Si somos sinceros, no muchos. ¿Cómo es que lo hicieron ellos?

Sabían que Dios existe y que recompensa a quienes le buscan. Esto es evidente en su decisión de desafiar al Rey. Y como otros hombres y mujeres de fe, la suya no era ciega. David reconocía las maravillas de la vida y su diseño divino (Salmos 139:13-14). Miraba los cielos y se maravillaba pensando en el lugar que ocupa el hombre en la impresionante creación de Dios (Salmos 8:3-4). El apóstol Pablo declaró que los atributos invisibles de Dios son tan manifiestos en el mundo natural que “no tienen excusa” quienes lo rechacen (Romanos 1:20).

El reconocimiento y la demostración de que Dios existe no significan lo mismo que la fe. La convicción de fe, salida del fondo del corazón, va más allá de los hechos físicos que se perciben con los ojos (2 Corintios 5:7). Los hijos de Israel vieron milagros prodigiosos, pero no tenían la convicción de fe para entrar en la Tierra Prometida. En cambio, los tres jóvenes, que no habían presenciado los milagros del Éxodo, y que se hallaban ante el Rey más poderoso de su época, eligieron creer por la certeza que sí tenían. Esa certeza se había afirmado en sus profundas convicciones respecto del bien y del mal. Las decisiones cotidianas relacionadas con esas convicciones habían afirmado sólidamente el carácter de los tres. Entendían que había un futuro más allá de esta vida breve, y más allá del sepulcro, y creían en la esperanza de vida eterna.

La recompensa

Cuando se desconoce el desenlace, es preciso ejercer la fe. Esa es la fe que tuvieron Noé, Abraham y muchos más. “Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos y creyéndolo y saludándolo y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la Tierra” (Hebreos 11:7-8, 13).

En El Mundo de Mañana sabemos que el mundo de hoy se encamina a dificultades como nunca antes se han visto…  dificultades que, sin el regreso de Jesucristo, harían imposible la continuación de la vida humana (Mateo 24:21-22). Pero, aunque la humanidad sobreviviera otros mil años, usted y yo seguiríamos teniendo un período de oportunidad muy breve. Nuestra vida es efímera… pero las decisiones que tomemos tienen consecuencias eternas.

Uno de los pasajes fundamentales de la Biblia se encuentra en Hebreos 11:6: “Sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que Él existe y que recompensa a los que lo buscan” (Reina Valera 1995). Sadrac, Mesac y Abed-nego creyeron que Dios existe y que Él los recompensaría pese a cualquier cosa que Nabucodonosor lees hiciera. ¿Lo creemos así nosotros?