Autenticidad: Las cosas no siempre son como parecen

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Por mucho que queramos proyectar nuestro futuro, a veces ocurren hechos que obstruyen los planes o los descarrilan del todo. Entonces hay que alterar los planes o comenzar de nuevo. Así sucede cuando las cosas, situaciones y personas no son lo que pensábamos. Por ejemplo, la mayoría de las madres seguramente desean que sus hijos salgan adelante en la vida, y son muchas la que hacen grandes sacrificios para lograr este objetivo. Para una madre que ha inculcado en sus hijos los valores correctos y las más altas normas éticas y morales, es motivo de especial satisfacción verlos continuar por ese camino al llegar a la edad adulta y hasta alcanzar el éxito en la vida.

Tristemente, las cosas no siempre salen así porque hay hijos que, al crecer (y especialmente siendo adolescentes y adultos jóvenes) se inclinan a desatender esas enseñanzas fundamentales, movidos por tentaciones y la presión de sus amistades en el mundo. Algunos incluso adoptan conductas de doble vida: hacen el papel de hija o hijo respetuoso, obediente y digno de confianza en casa, pero entre sus amigos en ciertas situaciones ceden a las tentaciones y presiones, dejándose “llevar por la corriente”. Luego, cuando alguien descubre o desenmascara la conducta hipócrita, el resultado puede ser traumatizante para todos, especialmente si el joven se ha enredado en un problema serio.

 

¿Hábitos ocultos?

Mi esposo, siendo ministro, ha tenido que aconsejar a personas en situaciones como esta, cuando se han alterado planes y se han cambiado vidas porque las cosas no eran como parecían. Es muy cierto el dicho de que un hijo descarriado parte el alma de su madre. El siguiente es un ejemplo: Conocí hace muchos años a una viuda (ahora fallecida) que tenía dos hijos varones adultos. Daban la impresión de ser jóvenes excelentes y ejemplares. Sin embargo, tenían una costumbre que causaba mucha pena a su madre. Los fines de semana se iban de fiesta por los bares y clubes nocturnos, parrandeando hasta el amanecer y a menudo terminando en riñas y altercados. Este hábito de parrandear fue secuela de su servicio militar, período en el cual les daban pases para salir los fines de semana. Como muchos reclutas, viajaban a la ciudad más cercana, que generalmente los acogía bien por ser militares, y allí se divertían a más no poder. El hábito les gustó y persistió.

Me dijeron que en las noches de fiesta, la madre de estos jóvenes se paseaba de un lado a otro, angustiada hasta enfermarse. En más de una ocasión le oí decir: “A veces quisiera no tener hijos. Entonces quizá tendría algo de paz”. Mirando en retrospectiva, me hubiese gustado haber tenido algún consuelo para ella, pero siendo joven, no se me ocurría qué decir ni qué hacer. Las Escrituras dicen: “El hijo necio es pesadumbre de su padre, y amargura a la que lo dio a luz” (Proverbios 17:25). Así ocurrió con esta señora tan amable. Felizmente, la situación mejoró después, cuando sus hijos fueron madurando.

En los primeros años del ministerio de mi esposo, llegó a nuestra ciudad para su entrenamiento ministerial un joven graduado de la Institución Ambassador. Su novia era una chica también graduada de allí. A tal grado andaba enamorado este joven, que ya se estaba imaginando la excelente esposa de ministro que sería ella si a él lo nombraban en el ministerio. La chica parecía reunir todas las cualidades, y al parecer, lo ayudaría a cumplir su aspiración de servir a Dios en el ministerio en compañía de una esposa leal y dedicada.

El noviazgo continuó hasta donde lo permitían el tiempo y la distancia. Luego, en uno de sus viajes a visitarla, el joven recibió la sorpresa de su vida. Ella le informó, sin ambages, de palabra y de obra, que no tenía las mismas metas y aspiraciones que él. Dijo que quería dedicarse a su propia profesión (que naturalmente, no tiene nada de malo) y que esto la llevaría por un rumbo diferente. Él se sorprendió de que no hubiese captado antes lo que ella pensaba. O había estado mirando por lentes color de rosa (viendo todo muy lindo y perfecto), o bien durante el noviazgo ella le había dado una impresión errada. La verdad es que las cosas no eran como habían parecido. Él, naturalmente, se sintió decepcionado, pero una vez que se despertó a la realidad, comprendió que era mejor para ambos que cada uno siguiera su camino.

Más tarde, él se interesó en una joven de la congregación local que pertenecía a una familia firmemente allegada a la Iglesia. Se ennoviaron y se casaron con un mismo objetivo en mente: servir a Dios hombro a hombro.

 

Dos visitas

Cuando aún no pertenecíamos a la Iglesia, mi esposo y yo recibimos las publicaciones por algún tiempo. Entonces él escribió solicitando la visita de un representante de la Iglesia. Unas semanas después, llegaron a la puerta dos hombres jóvenes muy bien vestidos con saco y corbata. Emocionada, le dije a mi esposo: “¡Aquí están!” Pidieron entrar y yo respondí: “Con el mayor gusto. Qué alegría verlos”. Nos sentamos, mi esposo y yo en el borde de la silla a la espera de lo que ellos dijeran. Después de conversar unos minutos, comprendimos que los visitantes no eran los que habíamos creído. Estos dos señores estaban vendiendo lotes de cementerio y lápidas. Habíamos hecho una suposición falsa. De nuevo, ¡las cosas no eran como habían parecido! Recordando el incidente, tengo que reír, aunque en ese momento no fue nada gracioso.

Siendo nosotros relativamente nuevos en la Iglesia, llegó un día a los servicios un señor joven desconocido. Dijo que era muy pobre y que le estaba costando reponerse económicamente. Su historia triste nos conmovió. Obedeciendo el precepto de Cristo de ser bondadoso con los extraños, lo llevamos a la casa y pasó la noche allí. Le ayudamos en todo lo posible, e incluso le dimos dinero al despedirnos al día siguiente. Más tarde supimos que este señor había ido de congregación en congregación narrando su triste historia y aprovechándose de la bondad y generosidad de los hermanos. Ciertamente, se había aprovechado de nosotros. Las cosas no eran para nada como parecían. Pero aprendimos una lección valiosa: seguir tratando a los extraños con bondad, pero también con mucha cautela.

 

Que nuestra luz alumbre

Muchas cosas, situaciones o personas no son lo que parecen ser. La realidad asume tantas formas en la vida, que no podemos ni siquiera comenzar a enumerarlas aquí. De allí la importancia de ser siempre genuinos, mostrándonos tal como somos en todo lo que decimos y hacemos. Cristo nos instruye al respecto: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:13–16).

Otra palabra para describir al que se muestra tal como es, sería “auténtico”. Las Escrituras muestran a Cristo describiendo a Natanael como alguien así. “Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret. Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno? Le dijo Felipe: Ven y ve. Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño’” (Juan 1:45–47). Natanael era “auténtico”.

Dios permitió que la profetisa Débora fuera juez de Israel. “Gobernaba en aquel tiempo a Israel una mujer, Débora, profetisa, mujer de Lapidot; y acostumbraba sentarse bajo la palmera de Débora, entre Ramá y Bet-el, en el monte de Efraín; y los hijos de Israel subían a ella a juicio” (Jueces 4:4–5). Ella era “auténtica”. Si no lo fuera, ¡Dios no se habría valido de ella para juzgar a su pueblo!

Al continuar creciendo en el carácter santo y justo de Dios, ¡acordémonos de ser siempre auténticos en todos los aspectos de nuestra vida!