¿Cuánto fruto está dando usted?

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¿Ha visitado alguna vez a un jardinero apasionado? Si ese es el caso, usted sabe que antes de que termine la visita le llevará afuera y le mostrará el jardín. Recorriendo cada hilera, le mostrará las diferentes plantas y le contará cómo está produciendo cada una. Escuchará lo que se necesitó para que cada planta produjera bien y lo que se hizo para que la tierra fuera lo más fértil posible.

Los jardineros apasionados disfrutan mucho cuando sus jardines tienen buena producción. Dedican mucho tiempo y energía a sus jardines y se preocupan profundamente por su éxito. Estudian el suelo y las necesidades de cada planta. Quizás incluso han producido su propia composta, trabajando durante años para mejorar y enriquecer la tierra. Su inversión de tiempo y energía se ve recompensada cuando el jardín produce buenos frutos.

¿Sabía que Dios Padre se compara a sí mismo con un jardinero? Después de todo, como explicó Pablo a la iglesia de Corinto, «ustedes son labranza de Dios» (1 Corintios 3:9). Dios se deleita y se satisface cuando damos mucho fruto espiritual (Juan 15:8). Si no damos mucho fruto, ¡no es porque Dios sea indiferente a nuestro crecimiento! Aun así, hay razones por las que algunas personas dan más fruto que otras.

Nuestra actitud y mentalidad se pueden comparar con la tierra en el jardín. Algunas actitudes favorecen un crecimiento saludable, mientras que otras son tóxicas. ¿Sabe qué actitudes son comparables a una tierra sana y fértil? ¿Sabe qué actitudes inhiben su crecimiento espiritual y le impiden producir el fruto que tanto complace a nuestro Padre? Cuando conozca la diferencia, podrá tomar medidas para cooperar con el Jardinero Maestro.

La humildad es terreno fértil para el crecimiento

Quizás no haya condición más importante que la humildad para quienes buscan crecimiento espiritual. Dos antiguos reyes de Judá, Asa y su hijo Josafat, ilustran bien por qué la humildad es un atributo tan vital.

El rey Asa ascendió al trono de Judá aproximadamente 20 años después de la muerte del rey Salomón. Durante los primeros diez años de su reinado, la situación fue relativamente tranquila; el joven rey buscó fomentar la adoración al Dios verdadero y fortalecer la defensa militar de su nación. Entonces, Zera, el etíope, lanzó un ataque masivo contra Judá. Con un ejército de un millón de hombres, invadió el Oriente Medio. Humillado por su incapacidad para derrotar la invasión con el poder militar que tenía Judá, Asa clamó a Dios pidiendo liberación. Dios escuchó su oración y liberó a Judá.

En 2 Crónicas 15, leemos que, tras la derrota del ejército etíope, Azarías, el profeta de Dios, fue al encuentro de Asa y le advirtió que Dios estaría con él si él estaba con Dios. Infundido de valor por las palabras del profeta, Asa convocó a su nación a una renovación del pacto en la próxima temporada de Pentecostés (la fiesta del tercer mes) y comenzó una destrucción sistemática de los símbolos de la adoración idólatra por toda la tierra. Asa incluso destruyó el ídolo de su madre, Maaca, y la destituyó de su prestigiosa posición de Reina Madre debido a su mal ejemplo para la nación. Con estas reformas, la tierra prosperó y disfrutó de paz durante los siguientes 25 años.

Entonces surgió otra crisis. Leemos en 2 Crónicas 16 que, en el año 36 del reinado de Asa, el rey Baasa de Israel atacó a Judá. Asa, aterrorizado, tomó todo el dinero que pudo encontrar rápidamente, incluyendo dinero del tesoro del Templo, para sobornar al rey de Siria para que atacara a Israel en su nombre. La estrategia de Asa parecía exitosa, pero Hanani, el profeta de Dios corrigió al rey por su falta de fe y confianza en Dios. Hanani le recordó a Asa que Dios había intervenido por él contra los etíopes muchos años antes, pero que, debido a su decisión más reciente, tendría que afrontar la guerra de ahí en adelante.

Asa se enfureció ante esta reprimenda. Su reacción, en efecto, fue: "¡Soy el rey! ¿Cómo te atreves a hablarme así?". Asa mandó arrestar a Hanani y lo encarceló, y comenzó a oprimir a algunos del pueblo en ese momento. Cuando enfermo gravemente de los pies en el año 39 de su reinado, nunca buscó la sanación de Dios, incluso cuando su condición empeoró; solo consultó a varios médicos (2 Crónicas 16:12).

¿Por qué Asa no buscó la sanación de Dios durante su angustia? Una respuesta es clara: el rey había encarcelado al profeta de Dios. ¿Cómo podía Asa pedirle a Dios una sanación milagrosa, si él había encarcelado a su profeta y rechazado su corrección? Esto habría requerido humildad, pero Asa tenía demasiado orgullo para admitir su error públicamente o disculparse con Hanani.

El ejemplo de Asa es trágico: hizo mucho bien y recibió muchas bendiciones de Dios, pero no logró crecer espiritualmente con el paso de los años. En su juventud, estuvo dispuesto a reconocer su falta de autosuficiencia y su absoluta dependencia de Dios. Tristemente, muchos años de paz y prosperidad lo dejaron con ilusiones de poder y grandeza, y perdió la humildad que le habría permitido admitir su error y buscar la misericordia de Dios. Como resultado, tuvo un final trágico.

El hijo de Asa, Josafat, actuó de manera muy diferente a su padre. Al igual que su padre, comenzó su reinado buscando a Dios y esforzándose por ser un buen rey. Josafat parece haber sido el tipo de hombre que siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás, incluso cuando no merecían su compasión. Cuando el malvado rey Acab de Israel acudió a él en busca de ayuda contra Siria, porque había ocupado parte del territorio de Israel, Josafat sintió lástima por Acab y accedió a ayudarlo. Josafat apenas escapó con vida de la batalla, y el profeta de Dios lo reprendió: "¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen al Eterno?" (2 Crónicas 19:2).

¿Cómo respondió Josafat a esta corrección? Dedicó los meses siguientes a organizar mejor el gobierno de su nación (2 Crónicas 19:4-11). Podemos discernir su actitud por las instrucciones que dio a sus jueces: "Y puso jueces en todas las ciudades fortificadas de Judá, por todos los lugares. Y dijo a los jueces: Mirad lo que hacéis; porque no juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar del Eterno, el cual está con vosotros cuando juzgáis. Sea, pues, con vosotros el temor del Eterno; mirad lo que hacéis, porque con el Eterno nuestro Dios no hay injusticia, ni acepción de personas, ni admisión de cohecho" (v. 5-7).

El rey Josafat cometió errores, como todos, pero a lo largo de su vida tuvo la humildad de crecer en respuesta a la corrección de Dios. Más tarde, cuando los amonitas y los moabitas invadieron la tierra, Josafat respondió proclamando un ayuno y orando a Dios por su liberación (2 Crónicas 20). Dios escuchó la súplica de Josafat e intervino.

Un corazón humilde, como el de Josafat, responderá positivamente a la corrección y aprenderá. El crecimiento espiritual se lleva a cabo, y el fruto espiritual sano crecerá, solo en la tierra de un corazón y una mente humildes.

La importancia de amar la verdad

¿Cuánto valoramos la verdad? ¿Deseamos la verdad incluso cuando duele? Es fácil desear que los demás se "corrijan" con sus problemas, pero ¿cuánto deseamos que se nos corrijan los nuestros? Los fariseos de la época de Jesús se dieron cuenta rápidamente de que muchos de sus contemporáneos no alcanzaban la justicia de Dios. Eran conocidos por su actitud negativa y crítica hacia los demás.

Esta actitud los llevó a criticar a Jesús de Nazaret por pasar tiempo con personas con problemas. "¿Por qué pasaría su tiempo con pecadores?", se preguntaban. ¿Cree usted que los fariseos veían sus críticas como un problema? ¡Para nada! Creían que su actitud negativa hacia los demás era evidencia de su celo por la verdad de Dios. Pero, ¿lo era realmente?

El celo por la verdad no se demuestra por cómo respondemos cuando a otros se les corrige por sus problemas. ¡Se demuestra por cómo respondemos cuando nos corrigen por los nuestros! Hay una gran diferencia. Observe cómo respondieron los fariseos cuando Jesús usó las sencillas palabras de las Escrituras para corregirlos: ¡se ofendieron! (Mateo 15:12) A pesar de todo lo que decían sobre seguir la palabra de Dios, estaban dispuestos a dejar de lado los claros mandamientos de Dios para aferrarse a sus propias tradiciones. Esto es cierto para la mayoría de las personas incluso hoy en día.

Muchos años después, cuando Pablo estaba en lo que probablemente fue su último viaje a Jerusalén, se detuvo para reunirse con los ancianos de Éfeso. Pablo les recordó que no se había abstenido de declarar "todo el consejo de Dios" (Hechos 20:27) durante sus años entre ellos. Pablo no jugó con la palabra de Dios ni suavizó la verdad. Pablo enseñó la verdad sin temor ni favoritismo. Por supuesto, la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos y (Hebreos 4:12), ¡y la verdad puede ser dolorosa cuando examinamos honestamente cómo se aplica a nuestras propias vidas!

Cerca del final de su vida, Pablo advirtió a Timoteo sobre lo que enfrentaría en los años venideros. Pablo amonestó a Timoteo a continuar predicando la palabra, pero le advirtió que pronto llegaría el momento en que muchos de los que supuestamente formaban parte de la Iglesia se desviarían. Cuando la verdad resultaba dolorosa y correctiva, muchos preferían las fábulas y buscaban ministros que los satisficieran, diciéndoles lo que querían oír (2 Timoteo 4:2-4).

Por supuesto, quienes rechazan la corrección, a veces dolorosa, dejan de crecer espiritualmente. Si queremos crecer y dar fruto espiritual, debemos aprender a amar la verdad más que a amar nuestro propio camino. Los líderes religiosos de la época de Jesús amaban tanto su propio camino que se negaban a aceptar la corrección, incluso del Hijo de Dios. ¡Piénsenlo! Al comienzo del ministerio de Jesús, Nicodemo se acercó a él en privado y le reconoció: «Nosotros [los fariseos y otros líderes religiosos] sabemos que has venido de Dios como maestro» (Juan 3:1-2). Pero, aunque muchos, como Nicodemo, admitieron en privado que Jesús era el mensajero de Dios, se negaron a escuchar sus advertencias y exhortaciones. Como resultado, al notar que no amaban la verdad, Jesús les advirtió cerca del final de su ministerio: «Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él» (Mateo 21:43).

La profecía del fin de los tiempos revela que, en un futuro no muy lejano, el falso profeta engañará a muchos —incluso mientras los dos testigos proclaman la verdad de Dios y obran grandes milagros en Jerusalén— porque no tienen un amor genuino por la verdad (2 Tesalonicenses 2:10). Todos los que deseamos crecer espiritualmente debemos amar profundamente la verdad.

Fruto Espiritual

Tú y yo no podemos generar fruto espiritual por nuestras propias fuerzas. No podemos forzarnos a tener más fe ni más amor piadoso; estos son el fruto del Espíritu Santo de Dios en nuestras vidas. Dios es quien produce el crecimiento (1 Corintios 3:6). Muchas personas parecen mostrar de forma natural, aunque limitada, algunas de las características que Gálatas 5 llama fruto del Espíritu. Pero estas manifestaciones naturales no son lo que la Biblia describe; la Biblia describe la evidencia de nuestro cambio de carácter: la nueva naturaleza que Dios está produciendo en nosotros mediante la morada de su Espíritu Santo.

Gálatas 5:22-23 describe nueve tipos diferentes de fruto espiritual. Hemos visto que Dios quiere que demos fruto; Él es glorificado cuando producimos mucho fruto. Este fruto es el resultado de la obra del Espíritu Santo en un corazón y una mente receptivos. Un corazón así es humilde y tiene un profundo amor por la verdad.

¿Cuál es este fruto que debe producirse? No se trata simplemente de una serie de características humanas naturales; es algo mucho más profundo.

El amor es el primer fruto mencionado. Es natural amar a quienes son amables y cariñosos con nosotros. También es natural resentirse (e incluso odiar) con quienes son hirientes y crueles con nosotros y con nuestros seres queridos. El verdadero amor no se expresa solo con palabras y clichés; se demostrará con nuestras acciones: en la forma en que tratamos a los demás.

El gozo es el segundo fruto mencionado, y va mucho más allá de la mera felicidad o entusiasmo momentáneos. Pablo declaró enfáticamente que nuestros sufrimientos actuales no son dignos de compararse con la gloria final que se revelará en nosotros (Romanos 8:18). El verdadero gozo es el que llevamos dentro, basado en la esperanza viva que es tan real para nosotros.

La paz, el tercer fruto mencionado, es producida por el Espíritu Santo; no se genera por las circunstancias ideales que nos rodean. Es una paz interior y aceptación, basada en la certeza de que nuestras vidas están en las manos de Dios. Cuando le entregamos verdaderamente nuestras vidas, surge la paz, independientemente de si nos encontramos temporalmente bien o mal. Pablo escribió en Filipenses 4 que había aprendido la paz y el contentamiento, características que no le eran naturales (véase Hechos 9:1-2). La paz espiritual solo se logra con un corazón rendido y agradecido.

Luego vienen la paciencia, la benignidad y la bondad. Algunas personas, debido a su origen y temperamento, parecen ser más pacientes y bondadosas por naturaleza que otras. Sin embargo, las Escrituras hablan de algo mucho más profundo que estas cualidades naturales. La cualidad espiritual de la paciencia implica la capacidad de esperar en Dios y no debe confundirse con la apatía o la indiferencia. Porque saben que Dios es real y que sus promesas son reales, quienes son pacientes están dispuestos a esperar en Él. Un corazón humilde que ama profundamente la verdad buscará en las Escrituras ejemplos de paciencia, benignidad y bondad, y le pedirá a Dios que cambie las tendencias humanas naturales para que podamos ser más como Él.

La presencia de fidelidad, mansedumbre y dominio propio en nuestras vidas es una prueba más de que el Espíritu Santo obra y da fruto. Estas cualidades fluyen de Dios y de nuestra relación con Él. La fidelidad a Dios nos hará tomar en serio todos nuestros compromisos en la vida. La cualidad espiritual de la mansedumbre proviene de nuestra disposición a confiar en que Dios luchará nuestras batallas por nosotros. Una vida de dominio propio, o templanza, es lo opuesto a una vida gobernada por la lujuria, la avaricia y la codicia. Dado que la Escritura nos dice que la codicia es idolatría (Colosenses 3:5), la lealtad a nuestro Creador nos exige llevar una vida que no esté descontrolada ni llena de excesos.

Al examinar el fruto que nuestras vidas están dando, debemos reconocer la participación de Dios en el proceso. No podemos fabricar fruto espiritual, ni podemos hacerlo crecer, madurar y madurar por nuestra propia fuerza de voluntad. Sin embargo, debemos comprender cuánto se deleita Dios en ver fruto abundante en nuestras vidas. Él no es indiferente. Nunca tenemos que preguntarnos si Dios está realmente interesado; Él es un jardinero ávido, ¡y usted es su jardín! ¡Se complace en ver que frutos espirituales sanos maduran en su vida!

Dios es quien hace germinar la semilla espiritual en nuestras vidas, pero nuestros corazones y mentes son la tierra donde debe arraigar y crecer. ¿Le ofrecemos tierra fértil? ¿Son nuestros corazones y mentes verdaderamente humildes, de modo que estamos abiertos y receptivos a la corrección de Dios y agradecidos por su intervención? ¿Amamos genuinamente su verdad más que a nada ni a nadie? Si es así, escudriñaremos continuamente las Escrituras para comprender más profundamente las cualidades espirituales que Dios desea ver en nosotros. Le pediremos continuamente que nos transforme mediante la obra renovadora de su Espíritu, ¡y que se glorifique a sí mismo produciendo más fruto espiritual en nuestras vidas!