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Convertirse en viuda es muy traumático y triste en la vida de una mujer. Unas enviudecen jóvenes y otras después de años de matrimonio. De cualquier modo, resulta difícil. Restablecerse y seguir adelante es un proceso que requiere tiempo. Más tiempo para unas que para otras. Y, según he observado, el proceso puede ser duro e intimidante, y muchas veces abrumador. Cuando la viuda finalmente domine su situación y se dedique a tomar decisiones sobre su futuro, estará en mejores condiciones para ver el rumbo que debe seguir y cómo manejarlo.
Como mujeres cristianas, saber la verdad sobre la resurrección es algo invaluable. Para las viudas es, además, un motivo de consuelo y esperanza. “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (1 Tesalonicenses 4:13–14).
Personalmente he visto una y otra vez cómo Dios ama a las viudas y se ocupa de su bienestar. Esto no es de extrañar, considerando cuáles fueron sus instrucciones a la nación de Israel respecto de las viudas y sus hijos. “A ninguna viuda ni huérfano afligiréis” (Éxodo 22:22). Además, en Deuteronomio 10:17–18 leemos: “Porque el Eterno vuestro Dios es Dios de dioses y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas, ni toma cohecho; que hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero dándole pan y vestido”.
Los mismos juicios y principios se aplicaban en tiempos del Nuevo Testamento, como vemos en Hechos 6:1–6 y en Santiago 1:27.
Las oraciones de una viuda son importantes y especiales para Dios. La profetisa Ana sirvió a Dios en el templo día y noche con oraciones y ayuno (Lucas 2:36–37). Con los años he visto que Dios parece “acercarse un poquito más” para escuchar la oración sincera y fervorosa de una viuda que ha dedicado la vida a Él. La oración de una viuda es un instrumento vital ¡y de mucha fuerza!
En la congregación de Charlotte, Carolina del Norte, donde mi esposo es pastor asociado, tenemos muchas viudas. Son mujeres ejemplares, leales y dedicadas. Hablando con algunas de ellas, he oído historias conmovedoras de cómo lograron hacer frente a la vida y seguir adelante en los años de su viudez. Sus palabras reflejan ciertos puntos en común:
Estas viudas, como muchas otras, han decidido seguir adelante y dar fruto. Así debe ser, y es lo que sus esposos habrían deseado para ellas.
Con los años, he sido bendecida por la sabiduría de muchas viudas que he conocido gracias a los traslados de mi esposo como pastor a diferentes congregaciones. Se destacan en mi memoria tres incidentes en particular, que referiré a continuación.
El sabio consejo de la viuda
Me sentí especialmente conmovida cuando, en una cena en casa de cierta viuda, esta dama muy sabia nos dijo a todas: “Las mujeres que tienen su marido deben apreciarlo, porque el mío sinceramente me hace falta”. Son palabras sabias porque es muy fácil caer en el hábito de desestimar a nuestros seres queridos, de perder el aprecio que debemos sentir por ellos. Mostremos agradecimiento por nuestro esposo mientras tengamos la oportunidad.
La clave de una viuda
En otra ciudad, mi esposo y yo visitábamos a una viuda que se había internado en un ancianato a causa de su frágil salud. Allí ha sido un ejemplo excepcional. Le preguntábamos cómo estaba. Ella no se quejaba, sino que nos informaba sobre cualquier problema de salud o cambios en las condiciones del ancianato. Siempre terminaba diciendo: “Pero las cosas podrían ser peores”. En mi mente, la oigo todavía. Como está cerca de Dios, ha captado una clave que le ayuda a manejar las situaciones. Cuando pensamos en las cosas que podrían ser peores, esta comparación da una perspectiva al estado actual de las cosas y nos ayuda a ser más tolerantes y más capaces de manejarlas.
El cojín de la viuda
En otra ciudad, el último sábado antes de mudarnos de allí, una viuda menudita y anciana se me acercó después de los servicios con un regalo hecho por ella. Era una toalla de color crema que había convertido en un cojín. Tenía un relleno mullido y un flequillo de color crema y marrón. Le agradecí con cariño y charlamos un rato. Luego me lo llevé a casa. Aunque no le encontré ningún uso práctico ni decorativo, estaba resuelta a guardarlo por la bondad y el cariño de la viuda que me lo dio.
Más tarde, cuando llevábamos como un año en la nueva ciudad, yo me había habituado a cierta rutina matinal. Me gusta madrugar. Iba a la cocina y comía algo nutritivo, como un banano acompañado de una taza de café caliente para despejar la mente. Luego, me ocupaba en mis oraciones y estudio. Cuando salía el sol, ya estaba en la puerta lista para correr mis ocho kilómetros.
Cierta mañana, cerca del final de mi carrera, me tropecé en un punto áspero del pavimento y en la caída, me fracturé la muñeca izquierda. La situación fue seria y mi esposo me llevó a la sala de urgencias del hospital.
Cuando llegamos, estaban en rotación de personal y no había médico todavía. Me llevaron a un salón donde tuve que esperar una hora. Mientras tanto, la muñeca se estaba asentando en una posición muy distinta de la natural. Finalmente, llegó un médico con su ayudante. Me pidieron que me sentara en una mesa frente a ellos. El ayudante me dijo: “Podríamos ponerla bajo anestesia, pero eso tomaría demasiado tiempo”. ¡Seguramente estaban bien atrasados!
Yo no sabía qué esperar. El ayudante me tomó la mano derecha con la suya y sostuvo mi antebrazo con firmeza. Luego dijo: “Esté firme, esto va a doler”. Me aferré a su mano y me mantuve firme. Entonces el médico tomó mi mano floja, sostuvo el antebrazo con firmeza y haló la mano y muñeca hacia adelante, sacudiendo, torciendo y empujando la muñeca a su lugar. Me esposo oyó mi grito de dolor desde el pasillo. Luego me vendaron la muñeca y me dieron de alta.
Al llegar a casa, me di cuenta, para consternación mía, de que tenía la muñeca tan adolorida y sensible que no la podía descansar sobre nada, ya que la presión traía muchísimo dolor y sufrimiento. Ni siquiera podía colocarla en el regazo, y ni pensar en un cabestrillo. El día pasó lentamente: una hora tras otra sin poder descansar la muñeca. La situación se hacía insoportable hasta el punto que me sentí físicamente enferma y desesperada. Lo único que podíamos hacer era pedirle a Dios misericordia y ayuda.
Entonces me acordé del cojín de la viuda. Recordé que era bien mullido, y pensé: “¿Quién sabe? De pronto…” Saqué el cojín del clóset, me senté en una silla cómoda y me puse el cojín en el regazo. Con mucho cuidado, descansé la muñeca encima. Sentí una blandura tan acogedora: nada de presión, nada de dolor, sólo alivio instantáneo. ¡La repuesta a nuestra oración! Sentí un enorme agradecimiento por el cojín de la viuda. Lo aprecié de verdad.
Sobra decir que, mientras sanó la muñeca, no volví a estar sin mi cojín. Lo llevaba incluso a los servicios religiosos. ¿Que no era decorativo? ¡Qué importaba! No importaba que fuera modesto. Era justamente lo que yo necesitaba.
Todavía tengo el cojín de la viuda, y lo guardaré siempre por la bendición que me trajo en momentos de necesidad.
Nunca se sabe hasta dónde llegará un acto de bondad de una viuda, su regalo o su buen ejemplo. En Lucas 21:1–4, Cristo señaló el ejemplo de la viuda y sus dos monedas. “Levantando los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Vio también a una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas. Y dijo: En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía”. El ejemplo de esta viuda sigue llegando hasta nosotros a lo largo de los siglos. Todavía nos enseña su lección.
Se requiere valor y fortaleza para que una viuda siga adelante dando fruto, pero quienes lo hacen reciben abundante bendición. En Eclesiastés 11:1 leemos estas palabras de ánimo: “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás”. Si usted es viuda, tenga consuelo en la palabra de Dios y alégrese en su plan para usted. Si no es viuda, agradezca la sabiduría y la experiencia que las viudas nos ofrecen y no deje de honrarlas como Dios manda.